Texto leído en la Biblioteca Arturo Illia (Escobar, 25/07/2008)
Ciclo "Café Cultura Nación" de la Secretaría de Cultura de la Nación
El compromiso del escritor es sólo uno: influir sobre la sociedad. Cambiar para bien al mundo aunque las condiciones no estén dadas para ello. Sólo podemos trabajar desde el concepto de que, pese a todo, algo mágico ocurrirá. Pero para ello es preciso tener la más firme confianza en la victoria final.
¿Por qué las condiciones, en este momento de la evolución humana, son particularmente difíciles? Este es el básico tema de mi escrito.
¿Puede un libro cambiar la vida de alguien? ¿Algún joven desesperado y sin brújula tiene la posibilidad de crecer a partir de una lectura? Lo pregunto porque yo sí pude. Un libro me salvó. Fue El manantial, de Ayn Rand (una escritora norteamericana, de origen ruso). El problema es que era otra época, muy distinta a ésta. Hace rato que observo una paulatina pérdida de prestigio, entre las nuevas generaciones, de la palabra escrita.
Yo tenía veinte años, era 1961 y en mis manos cayó El manantial. Fue un mazazo. Esa mujer me arrinconó sin pedirme excusas. Me hizo comprender brutalmente que o cambiaba o caía. Que si deseaba ser algo parecido a un hombre debía abandonar las vocaciones ajenas (y, por lo tanto, impuestas) y seguir la propia. Dejé mis estudios de ingeniería y me fui a trabajar a las provincias argentinas. O literatura o nada. Fui peón de campo, peón de limpieza, instalador telefónico y muchas otras cosas.
Ahora bien, un libro podía transformar la vida de alguien en el siglo XIX y durante los primeros sesenta años del siglo XX. Después algunas cosas (ésta, por ejemplo) cambiaron para mal.
Ayn Rand: mujer poderosa, profundamente equivocada en muchas cosas, autoritaria (pero, al menos al principio, uno necesita un poco de autoridad). Es peligroso, pero inevitable si uno quiere crecer.
Mi muy amado Maestro Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, El crítico como artista, Sobre la decadencia de la mentira) me formó en estética y hasta en alguna filosofía, pero jamás podría haberme transmitido el valor para vivir. Rand sí.
Muchas veces pensé que Los sorias, mi obra, pese a su vigoroso punto de vista del mundo, difícilmente podría cambiarle la vida a alguien y mucho menos inducir una transformación (aunque sea virtual) en el mundo. Tendría que haber sido escrito y publicado en la década del treinta. Ojalá me equivoque y alguna vez se me acerque alguien que me diga: “Tu libro me hizo crecer”.
Jean Paul Sartre, con La edad de la razón, me terminó de dar el empujón que ya había empezado a darme El manantial.
Más allá de los excesos de Sartre él fue un grande. El último que podía cambiar algo, quizá. Pero el viejo se murió y ya hace muchos años que Francia está en la decadencia. Ya no se escribirá un libro como La peste de Albert Camus. Decir, como él, que las palabras “solitario” y “solidario” son sinónimos, por desgracia es un concepto casi ininteligible en el mundo de hoy.
La pérdida de prestigio de las obras escritas fue paulatina. Al principio imperceptible. Empezó con la radio y fue peor con la televisión. Mi padre se parecía muchísimo a Josef Stalin (Primer Ministro de la Unión Soviética y Secretario General del PCUS); sin embargo tenía cosas buenas: inducirme el hábito de la lectura, por ejemplo. Me permitía escuchar radio pero no todo lo que a mí se me antojase. La radio, al igual que la televisión, en dosis moderadas también hace crecer.
Pero lo peor, para el libro, ha sido la internet: chatear estérilmente con otros tontos iguales a uno no es una buena idea. Una suma de infinitos ceros siempre será igual a cero. Ni hablar de los jueguitos electrónicos. Esos chicos no sólo no han leído por lo menos un libro, sino que además se sienten orgullosos de ello.
Hace poco se hizo una encuesta en Corea del Sur, entre jóvenes desde doce a diecisiete años. Se comprobó que los que más sabían de internet (hubiesen podido ser hackers, de haberlo querido) eran los que tenían notas más bajas en la secundaria. Si pensamos que éstos van a ser los futuros abogados, ingenieros, economistas y políticos (escritores seguro que no), no quiero pensar en qué sociedad van a construir cuando hereden ésta. Sin imaginación no hay economía y la economía es la base que sostiene todo.
No, si es como yo digo: la internet, los teléfonos celulares y las tarjetas de crédito son los tres inventos del Príncipe de las Tinieblas. Hay otros: ciertas cervezas intomables, algunas suegras incorregibles y etcétera. Sobre todo el etcétera.
Ya dije que, a mi entender, los Maestros son indispensables. De todas maneras conviene saber algo. Nada es gratis en este mundo y el que da también quita. Los protectores (los Maestros) suelen ser asesinos seriales de sus protegidos. Pero vale la pena correr el riesgo. Sin ayuda externa la muerte existencial está asegurada.
La paulatina desvalorización del libro y la casi desaparición del hábito de la lectura han producido de manera directa un fenómeno inevitable y más grave. Hoy los jóvenes no creen en los Maestros. No los buscan y, cuando sin querer los encuentran, huyen despavoridos. Se salvan así del riesgo de ser asesinados por sus protectores, pero también pierden la oportunidad de hallar un camino y vivir. En este sentido (y sólo en éste) prefiero mi época, donde uno podía leer La Dama Gris (Frau Sorge) de Hermann Sudermann y decir: “Esta es la historia de mi vida”. Sí. Mi historia escrita por un alemán que no me conoció y a quien jamás podré conocer puesto que vivió y murió en un tiempo anterior al mío.
No cualquier libro puede ayudar. Yo leí dos veces el Ulises, de James Joyce. Llegué a la conclusión de que esta genial obra es un tratado sobre la humillación. Humillación sexual: Nora, la mujer de Joyce, era tan infiel que ya era casi fiel. Pero si lo hacía delante suyo. Racial: Joyce era judío. Nacional: Irlanda, la Isla Esmeralda, bajo la pata de Inglaterra. Económica: Esteban Dédalus, uno de los alter ego del autor, sufre el desprecio de los poderosos que le pagan por enseñar a sus hijos. También esto se cumple en lo literario. Esteban pretende afeitarse con un espejo rajado. Lo mira y se sonríe: “Este es un símbolo del arte irlandés. El espejo resquebrajado de un sirviente”.
El Ulises puede servirnos para el crecimiento estético, pero no para encontrar una brújula y un buen destino. Porque el hablar sólo de humillación resulta profundamente nihilista. Prefiero la equivocación vigorosa, como en Rand. Proporciona menos peligro que el nihil (la nada).
Varias generaciones lo tomaron a Hermann Hesse como Maestro. Yo también (a los diecisiete y dieciocho años). A El lobo estepario lo leí veinte veces. El problema con Hesse es que él sólo puede enseñarnos rebeliones juveniles a los cincuenta, sesenta e incluso ochenta años. Rebelarse está muy bien. ¿Pero dónde está el camino? La de Hesse es la ontología de un niño caprichoso. Esto se ve en toda su obra, pero, con más claridad, en El juego de los abalorios. Esa muerte absurda del magíster es inevitable dado todo lo que hizo y todo lo que no hizo.
Lo anterior no niega el genio de Hermann Hesse. Aún hoy lo leo con gran placer. Tomo distancia, eso sí. Respecto a la indiscutible realidad del genio de este hombre yo podría decir lo mismo que afirmó en uno de sus editoriales (aunque referido a otro asunto) el director de la revista Más allá: “A mí nadie me puede convencer de lo que ya estoy convencido”. Él ciertamente era un genio y formó a varias juventudes, pero las formó mal. También a mí me hizo mucho daño. Entonces: hay que tener mucho cuidado con a quien se elige como Maestro.
Para ir finalizando. La idea, ya lo sugerí, es: cuando las trabas y la autodesvalorización son muchas, no se puede salir adelante sin ayuda externa.
Leer o no este es el problema. La solución depende fundamentalmente de los padres. Es indispensable una estimulación precoz de la lectura. Al menos si queremos subsistir como especie. Sin imaginación yo no hubiese sobrevivido a mi infancia terrible y tampoco a los años que vinieron después. Esto que me salvó sin duda salvará a otros.
Vivimos una época de confusión y estímulos tontos. Solamente los libros podrán protegernos.
Muchas gracias.
Alberto Laiseca
Ciclo "Café Cultura Nación" de la Secretaría de Cultura de la Nación
El compromiso del escritor es sólo uno: influir sobre la sociedad. Cambiar para bien al mundo aunque las condiciones no estén dadas para ello. Sólo podemos trabajar desde el concepto de que, pese a todo, algo mágico ocurrirá. Pero para ello es preciso tener la más firme confianza en la victoria final.
¿Por qué las condiciones, en este momento de la evolución humana, son particularmente difíciles? Este es el básico tema de mi escrito.
¿Puede un libro cambiar la vida de alguien? ¿Algún joven desesperado y sin brújula tiene la posibilidad de crecer a partir de una lectura? Lo pregunto porque yo sí pude. Un libro me salvó. Fue El manantial, de Ayn Rand (una escritora norteamericana, de origen ruso). El problema es que era otra época, muy distinta a ésta. Hace rato que observo una paulatina pérdida de prestigio, entre las nuevas generaciones, de la palabra escrita.
Yo tenía veinte años, era 1961 y en mis manos cayó El manantial. Fue un mazazo. Esa mujer me arrinconó sin pedirme excusas. Me hizo comprender brutalmente que o cambiaba o caía. Que si deseaba ser algo parecido a un hombre debía abandonar las vocaciones ajenas (y, por lo tanto, impuestas) y seguir la propia. Dejé mis estudios de ingeniería y me fui a trabajar a las provincias argentinas. O literatura o nada. Fui peón de campo, peón de limpieza, instalador telefónico y muchas otras cosas.
Ahora bien, un libro podía transformar la vida de alguien en el siglo XIX y durante los primeros sesenta años del siglo XX. Después algunas cosas (ésta, por ejemplo) cambiaron para mal.
Ayn Rand: mujer poderosa, profundamente equivocada en muchas cosas, autoritaria (pero, al menos al principio, uno necesita un poco de autoridad). Es peligroso, pero inevitable si uno quiere crecer.
Mi muy amado Maestro Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, El crítico como artista, Sobre la decadencia de la mentira) me formó en estética y hasta en alguna filosofía, pero jamás podría haberme transmitido el valor para vivir. Rand sí.
Muchas veces pensé que Los sorias, mi obra, pese a su vigoroso punto de vista del mundo, difícilmente podría cambiarle la vida a alguien y mucho menos inducir una transformación (aunque sea virtual) en el mundo. Tendría que haber sido escrito y publicado en la década del treinta. Ojalá me equivoque y alguna vez se me acerque alguien que me diga: “Tu libro me hizo crecer”.
Jean Paul Sartre, con La edad de la razón, me terminó de dar el empujón que ya había empezado a darme El manantial.
Más allá de los excesos de Sartre él fue un grande. El último que podía cambiar algo, quizá. Pero el viejo se murió y ya hace muchos años que Francia está en la decadencia. Ya no se escribirá un libro como La peste de Albert Camus. Decir, como él, que las palabras “solitario” y “solidario” son sinónimos, por desgracia es un concepto casi ininteligible en el mundo de hoy.
La pérdida de prestigio de las obras escritas fue paulatina. Al principio imperceptible. Empezó con la radio y fue peor con la televisión. Mi padre se parecía muchísimo a Josef Stalin (Primer Ministro de la Unión Soviética y Secretario General del PCUS); sin embargo tenía cosas buenas: inducirme el hábito de la lectura, por ejemplo. Me permitía escuchar radio pero no todo lo que a mí se me antojase. La radio, al igual que la televisión, en dosis moderadas también hace crecer.
Pero lo peor, para el libro, ha sido la internet: chatear estérilmente con otros tontos iguales a uno no es una buena idea. Una suma de infinitos ceros siempre será igual a cero. Ni hablar de los jueguitos electrónicos. Esos chicos no sólo no han leído por lo menos un libro, sino que además se sienten orgullosos de ello.
Hace poco se hizo una encuesta en Corea del Sur, entre jóvenes desde doce a diecisiete años. Se comprobó que los que más sabían de internet (hubiesen podido ser hackers, de haberlo querido) eran los que tenían notas más bajas en la secundaria. Si pensamos que éstos van a ser los futuros abogados, ingenieros, economistas y políticos (escritores seguro que no), no quiero pensar en qué sociedad van a construir cuando hereden ésta. Sin imaginación no hay economía y la economía es la base que sostiene todo.
No, si es como yo digo: la internet, los teléfonos celulares y las tarjetas de crédito son los tres inventos del Príncipe de las Tinieblas. Hay otros: ciertas cervezas intomables, algunas suegras incorregibles y etcétera. Sobre todo el etcétera.
Ya dije que, a mi entender, los Maestros son indispensables. De todas maneras conviene saber algo. Nada es gratis en este mundo y el que da también quita. Los protectores (los Maestros) suelen ser asesinos seriales de sus protegidos. Pero vale la pena correr el riesgo. Sin ayuda externa la muerte existencial está asegurada.
La paulatina desvalorización del libro y la casi desaparición del hábito de la lectura han producido de manera directa un fenómeno inevitable y más grave. Hoy los jóvenes no creen en los Maestros. No los buscan y, cuando sin querer los encuentran, huyen despavoridos. Se salvan así del riesgo de ser asesinados por sus protectores, pero también pierden la oportunidad de hallar un camino y vivir. En este sentido (y sólo en éste) prefiero mi época, donde uno podía leer La Dama Gris (Frau Sorge) de Hermann Sudermann y decir: “Esta es la historia de mi vida”. Sí. Mi historia escrita por un alemán que no me conoció y a quien jamás podré conocer puesto que vivió y murió en un tiempo anterior al mío.
No cualquier libro puede ayudar. Yo leí dos veces el Ulises, de James Joyce. Llegué a la conclusión de que esta genial obra es un tratado sobre la humillación. Humillación sexual: Nora, la mujer de Joyce, era tan infiel que ya era casi fiel. Pero si lo hacía delante suyo. Racial: Joyce era judío. Nacional: Irlanda, la Isla Esmeralda, bajo la pata de Inglaterra. Económica: Esteban Dédalus, uno de los alter ego del autor, sufre el desprecio de los poderosos que le pagan por enseñar a sus hijos. También esto se cumple en lo literario. Esteban pretende afeitarse con un espejo rajado. Lo mira y se sonríe: “Este es un símbolo del arte irlandés. El espejo resquebrajado de un sirviente”.
El Ulises puede servirnos para el crecimiento estético, pero no para encontrar una brújula y un buen destino. Porque el hablar sólo de humillación resulta profundamente nihilista. Prefiero la equivocación vigorosa, como en Rand. Proporciona menos peligro que el nihil (la nada).
Varias generaciones lo tomaron a Hermann Hesse como Maestro. Yo también (a los diecisiete y dieciocho años). A El lobo estepario lo leí veinte veces. El problema con Hesse es que él sólo puede enseñarnos rebeliones juveniles a los cincuenta, sesenta e incluso ochenta años. Rebelarse está muy bien. ¿Pero dónde está el camino? La de Hesse es la ontología de un niño caprichoso. Esto se ve en toda su obra, pero, con más claridad, en El juego de los abalorios. Esa muerte absurda del magíster es inevitable dado todo lo que hizo y todo lo que no hizo.
Lo anterior no niega el genio de Hermann Hesse. Aún hoy lo leo con gran placer. Tomo distancia, eso sí. Respecto a la indiscutible realidad del genio de este hombre yo podría decir lo mismo que afirmó en uno de sus editoriales (aunque referido a otro asunto) el director de la revista Más allá: “A mí nadie me puede convencer de lo que ya estoy convencido”. Él ciertamente era un genio y formó a varias juventudes, pero las formó mal. También a mí me hizo mucho daño. Entonces: hay que tener mucho cuidado con a quien se elige como Maestro.
Para ir finalizando. La idea, ya lo sugerí, es: cuando las trabas y la autodesvalorización son muchas, no se puede salir adelante sin ayuda externa.
Leer o no este es el problema. La solución depende fundamentalmente de los padres. Es indispensable una estimulación precoz de la lectura. Al menos si queremos subsistir como especie. Sin imaginación yo no hubiese sobrevivido a mi infancia terrible y tampoco a los años que vinieron después. Esto que me salvó sin duda salvará a otros.
Vivimos una época de confusión y estímulos tontos. Solamente los libros podrán protegernos.
Muchas gracias.
Alberto Laiseca