sábado, 23 de febrero de 2008

Palermo Horror II

La tardecita estaba ideal: gris y con lluvias intermitentes que empañaban el techo de vidrio de Eterna Cadencia. Ideal para que alguien te cuente un cuento. Ideal para una ronda de relatos de terror en la voz y el cuerpo del Conde tremendo. Habrá sido por eso que en la sala no entraba un alfiler y unos cuantos se quedaron afuera.
Sombrío, Láisek arrancó con "Amargo final", de Eric Frank Russel. Histriónico, con cambios de voces y gestos para cada personaje, siguió con "Algo repelente", de William Nollan. En el medio del relato se cortó la luz (sí, en Palermo Hollywood también hay crisis energética!), luego de parpadeos amenazantes que apagaban y encendían las numerosas arañas del bar. Nadie se quejó, al contrario: nunca un corte de luz fue aceptado de tan buen grado porque qué mejor que terminar el día bajo las sombras de un crepúsculo lluvioso oyendo historias espantosas? Cerró con "El pequeño Johgny", del Teniente Coronel Oscar Estes y, acordes con el parte meteorológico, los espectadores despidieron al Conde con una lluvia de aplausos.



Revista ADN/Sábado 23 de febrero
Gritos y susurros
De qué habla la gente de la cultura cuando casi nadie la escucha

Laiseca y sus personajes

sábado, 16 de febrero de 2008

Palermo Horror


Tengo que salir de esta lluvia.


La garra del monstruo.


Las víctimas, chochas.

En su primera presentación en vivo en Eterna Cadencia, el Conde Láisek les puso los pelos de punta a sus oyentes con espléndidas versiones de "La lluvia" de Ray Bradbury y "La tercera mano" de George P. Mann. Y para que nadie se fuera lo suficientemente tranquilo los despidió con un delicioso cuento chino de demonios.
El próximo viernes nuevos relatos, más escalofríos.

Página 12/Viernes 15 de febrero

Literatura/Entrevista al escritor Alberto Laiseca
Las maravillas del Conde Láisek
El autor de Los Soria “actuará” en Eterna Cadencia. Narrará en vivo los cuentos que durante años estremecieron a grandes y a chicos. “El miedo te hace más fuerte”, dice, y hay que creerle. (Ver nota completa)

"El escritor es un actor, aunque no lo sepa", plantea Laiseca.

lunes, 11 de febrero de 2008

Reseñas y artículos sobre otros libros

Diccionario/ Revista de Letras (Córdoba-Argentina)

Ayesha

Ayesha. Este es el nombre del personaje de Henry Rider Haggard, en su novela Ella (She): una chica muy mala, soberana de los amajaguers, a quien todos (muertos de miedo) llamaban Quien debe ser obedecida.
Pocos autores han tenido la dicha de fabricar un monstruo absolutamente original. En la antigüedad teníamos a las Gorgonas petrificantes, la Hidra de siete cabezas, a la Esfinge de Tebas y a otros pocos. Pero los más originales son recientes: Drácula, el muñeco de Frankenstein, el zombi, el gólem, cyborg (y robot) y la momia. En realidad, si nos fijamos, veremos que el panteón de las bestias está superpoblado por seres híbridos, mezcla de hombres con alegres bicharracos que ya existen en la realidad. Un purista objetaría incluso a la Esfinge, porque tiene cabeza humana y cuerpo de león. Lo mismo cabe decir del hombre lobo.
Ahora bien, ¿Qué significa la palabra monstruo? Según el diccionario es “el ser único en su especie”. Fijarse que no necesariamente ha de ser feo. Pues esto es lo que ocurre en la novela de H. R. Haggard: Ayesha es tan hermosa que los hombres enloquecen por ella. Para no verse obligada a matarlos, las pocas veces que sale de sus pétreas habitaciones lo hace por completo velada, como chica talibán. Hasta las manos debe cubrirse, puesto que ellas solas bastan para el hechizo amoroso (por cierto, no buscado).
Pese a ser contemporánea de Alejandro Magno vive y hace de las suyas en pleno siglo XIX, fresca como una lechugácea. En su momento se bañó en el fuego de la vida y ello le brindó no sólo sobrenatural (monstruosa) belleza, sino también poderes mágicos y algo muy parecido a la inmortalidad. Quien debe ser obedecida vive en un reino sombrío, en las profundidades de África, protegido por pantanos pestilentes. Cruzarlos significa una muerte segura y el paludismo un premio por buen comportamiento, al lado de todo lo que podría ocurrirte. Por de pronto como (y como decía Jorge Luz en “África ríe”) hay “unos mosquitos grandes así, que te sacan el pedazo y se lo van a comer arriba del árbol”.
Ayesha, como ya dijimos, gobierna con mano de hierro a la tribu de los amajaguers, seres primitivos y bestiales que tienen una costumbre deliciosa: a los extranjeros los depositan en un lugar cómodo, donde ya no sientan un dolor ni una necesidad de nada. Eso sí: previamente les ponen de sombrero una vasija calentada al rojo blanco a fin de freírles los sesos. Luego cocinan también el resto y al todo se lo comen. No me parece tan terrible. ¿Acaso ustedes no comen vacas y chanchitos? La antropofagia puede parecer deplorable, así a primera impresión, pero a fin de cuentas es tan solo una costumbre.
Ella, además de una obra maestra, es la novela más original y alucinante que he leído en mi vida. Quien debe ser obedecida es “muy remalísima” (como decía mi hija cuando era chica). Tiene toda la crueldad de una sultana de Las mil y una noches. Si se enoja contigo podría llegar a ordenar, por ejemplo: Cortadle las frutales y verdes frondas. Tronchadlas y metedlas en un frasco de boca ancha, que fue de aceitunas, con ron cubano antiguo, de siete años, a fin de preservar para la historia a sus elípticamente mencionadas partes pudendas.
Proceded ya mismo sin falta. Ahorita. Diría esto mismo, en efecto, sólo que con un lenguaje bastante más ascético.
Sin embargo Ayesha no es mala chica del todo. Tiene mal carácter, es lo que pasa. ¿Pero quién no tiene algún que otro defecto? Sucede en las mejores familias, como decía mi padre.
Nuestra linda y peligrosa monstrua vive con su pueblo en una enorme montaña acribillada de salas y túneles. Miles de años atrás el sitio era el lugar donde los habitantes de Kor, ya desaparecidos, depositaban sus muertos. Seguían un proceso de embalsamamiento único: los difuntos nada tienen que ver con las apergaminadas momias egipcias. Las carnes, los rostros, tienen apariencia de frescura. Como si hubiesen fallecido hoy. Sin embargo son muy inflamables; dichosa circunstancia que es aprovechada por los amajaguers cada vez que necesitan teas para iluminar sus festines antropofágicos. Sus muertitas predilectas son las de pelo largo, porque por ahí arden mejor. Largan llamaradas que recrean la vista. Lo que voy a decir es antiarqueológico, lo sé, pero ¿cómo no entusiasmarse cuando a las difuntáceas les salen chorros de fuego por las orejas, ojos y boca? No lo dice Haggard pero estoy seguro de que también les brotan chorros ígneos de las tetitas. Esta, al menos, es mi expresión de deseos. Si a ello sumamos los alaridos de las víctimas cuando son “envasijadas” veremos que la fiesta es completa. Dejaremos ya de considerar seres primitivos a los amajaguers cuando comprendamos que sus acciones tienen expresión. Y como dijo Oscar Wilde, Príncipe Consorte de la Estética, “Es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas”.
A Haggard le tocaron las generales de la ley respecto a los escritores populares, sean de aventuras o de terror: e l desprecio de la crítica “seria”. El único escritor consagrado que no vaciló en llamarlo genio fue, precisamente, Oscar Wilde, en Sobre la decadencia de la mentira. Un escritor que amo, George Orwell (1984, Rebelión en la granja), dijo (por ejemplo) que los de Haggard eran “buenos libros malos” (Cazando un elefante).
Idéntica cosa le ocurre hoy a Stephen King. No sé que suerte de hechizo maléfico, prejuicio subnormal, pende sobre los escritores de entretenimiento. Supongo que yo, como cualquiera, valoro y admiro a Harold Pinter. ¿Y qué tiene que ver? La imaginación pura es exactamente la mitad del buen arte. Si alguna vez el mundo perece será, precisamente, por falta de imaginación.

Alberto Laiseca

domingo, 10 de febrero de 2008

Reseñas y artículos sobre otros libros

Revista Ñ/ Sábado 2 de Febrero de 2008

AMRITA
Banana Yoshimoto
Fábula. Tusquets Editores. 346 páginas.

Yoshimoto es tan exquisita como un té. Llama la atención el estilo severo, despojado, de la autora. Pese a la aparente simplicidad del lenguaje logra revelaciones deslumbrantes del alma de la mujer japonesa. Los hombres, en cambio, no son tan claros. Resultan por lo menos sospechosos. Salvo los niños.
Sakumi, la protagonista principal, ha recibido un golpe en la cabeza que le ha hecho perder la memoria. A todo lo va recuperando muy de a poco. En ningún momento se dice (este no es un libro para leer distraído), pero la tragedia de Sakumi es la del propio Japón después de pérdida la guerra: cómo seguir siendo japonés luego de semejante “golpe en la cabeza”. ¿Dónde está mi identidad?.
El hermanito menor de Sakumi quiere ser escritor. Esto, en la familia, no parece “normal”. Sobre todo porque admira a Akutagawa, autor de Rashomón, que se suicidó. Cosa curiosa: Mishima, que también se quitó la vida, no da miedo porque él lo hizo por el viejo Japón, que está terminado. Akutagawa, en cambio, es temible por una cuestión de identidad. Se negó a adaptarse.
En ese país hay tres maneras de suicidarse. Una es subirse a un avión “zero” y estrellarse contra el portaaviones Saratoga (es una manera de hablar). Mishima, de alguna manera simbólica, así lo hizo. Otra es seguir vivo pero “normal”. La normalidad es la traición, pero es la única manera de escapar al síndrome Akutagawa. Esto es tan serio que si sacamos a las palabras “sano” y “normal” como factor común, esta novela queda mucho más chica. El horror a ser distinto es constante.
Sakumi tenía una hermanita actriz que se mató. Dice de ella: “Puede ser que, a fuerza de esconder su propia fragilidad simulando en escena una fuerza ficticia, se hubiera formado en ella una identidad llena de remiendos”. ¿Pero no será esto, también, el propio pueblo japonés de hoy?
Unas pocas frases de la novela darán cuenta de a qué peligros (según la autora) se enfrentan los que allí buscan su identidad: “Por la noche, la cocina es un lugar peligroso si se está solo: el pensamiento puede llegar a un punto sin retorno. No hay que quedarse en ella demasiado tiempo. No se puede encerrar en ella a una madre, una mujer, una hija. Los propósitos homicidas, el bortsch más exquisito, el alcoholismo de las amas de casa, todo nace aquí”. “Es un milagro que todos mis conocidos y todas las personas a las que quiero hayan conseguido llegar al final de su jornada sanos y salvos pese a manejar un gran número de instrumentos enormemente peligrosos”. “Todavía hoy, cada vez que se muere una persona que conozco, cada vez que asisto a los llantos y al sufrimiento de los que quedan, pienso, por supuesto, en lo terrible que es acabar así. Sin embargo, la muerte me parece menos sorprendente que el hecho milagroso de que esa persona haya conseguido sobrevivir hasta entonces”.
Cuatro últimas citas: “El aroma del pan recién sacado del horno suscita en mí, no sé por qué, un sentimiento desgarrador”. “En la calle, hacía frío y los transeúntes iban envueltos en sus abrigos, pero en los rayos del sol se respiraba un ligero olor a primavera. Algo nuevo, dulce, brillaba apenas. Quizás estas cosas tan imperceptibles sólo seamos capaces de reconocerlas los japoneses”. “En Japón, la puesta del sol, a diferencia de la de Saipan, tan espectacular, es tenue, frágil, infinitamente delicada, hasta el punto de que si no se tienen los sentidos bien despiertos es difícil verla con claridad”. “El aire puro de un día de invierno en Japón no es ninguna tontería”.
Yoshimoto no toma partido en absoluto por la vieja manera de ver las cosas ni, mucho menos, por las brutalidades cometidas durante la guerra. Antes al contrario. Sólo intenta explicarnos qué difícil es ser raza de islas volcánicas. Parece decirnos: junto a lo malo desapareció lo bueno. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cuál es el camino? ¿Cuál es nuestra identidad?
La sensibilidad exquisita ante el temblor de invierno, o de una puesta de sol que casi no se ve, da una sensación de extrañamiento. El “golpe en la cabeza” cambió todo y hay presión bajo nuestros pies.
Novela más que recomendable.

Alberto Laiseca