Revista Ñ, sábado 20 de junio de 2009
Tempestad y asalto
Angel Faretta
Sudamericana. 251 páginas.
Es ésta una extraña y bella novela. El autor, por momentos, utiliza un lenguaje de otro siglo. Ello es sin duda deliberado y no choca en absoluto. Al contrario: enriquece.
Parte de la acción transcurre a finales del siglo XVIII y se interna en los primeros años del XIX, faltando minutos para la Revolución de Mayo. Se ha dicho que los grandes imperios, generalmente, caen por no mirar. Se apoltronan y esta estupidez los destruye. Así pasó con estos virreinatos nuestros. La Corona española –si no entendí mal al autor de esta novela– hizo muy mal en disolver a la Sagrada Compañía (a los jesuitas) pues ella prestaba a España su vigilancia atenta.
Pero más allá de que lo arriba apuntado sea o no verdad, lo cierto es que la trama se va organizando alrededor de los partidarios de la Razón (o iluminados). Ellos, como los revolucionarios franceses en su momento, tienen sus propias ideas respecto a cómo debe ser la política y la organización social en estas tierras.
La novela se vuelve misteriosa (tanto como un cuento de Hoffmann) desde el momento en que aparece un ubicuo personaje (mago o charlatán, no sabemos) que pretende imponer a los hechos una impronta mágica. Este loco de verano es lo bastante chiflado como para intentar un acto de alquimia, con sacrificio humano y todo (así lo entendí), para ser él el “salvador” de todas las patrias posibles. La novela se interrumpe poco antes de la Revolución. De haber continuado, no caben dudas de que el “alquimista” hubiese atribuido el triunfo a sus afanes e industrias. La paranoia da para todo.
Pero los tejes y manejes del falso mago (o verdadero: desde el punto de vista narrativo da lo mismo) son deliciosos. Tiene la teoría delirante de que si, por algún medio, logramos “corregir” los sueños de las personas (a medida que el proceso onírico se está gestando) lograremos dominarlas. Para esto organiza grandes espectáculos públicos con enanos, fenómenos de la naturaleza, volatineros, etcétera. Como parte de la puesta en escena de la troup trashumante, de entre los volatineros y liliputienses sale un oso caminando en dos patas y armado con una espada. Se acerca a los espectadores y simula provocarlos a la pelea. “Pero nadie sentía miedo, sólo una helada emoción, casi un congelamiento tibio, como esos calores mórbidos que provocan –según dicen– en el trópico los dardos embebidos en curare”. El “curare” espiritual y ponzoñoso sería, en este caso, la supuesta magia de la efectista puesta. Adentro de ésta y de otras acciones parecidas, el taumaturgo pone magias poderosas y poco a poco así va dominando al Virreinato. Si el lector no está convencido de la factibilidad del sistema sepa que yo tampoco. Pero se trata de ficción, con personajes muy bien diseñados y, desde este punto de vista, hermosamente aceptables. Después de todo si alguien crease un libro con momias estranguladoras y muertos que caminan lo creeríamos todo siempre y cuando esté bien escrito.
Alberto Laiseca