Revista Ñ/ Sábado 12 de julio de 2008
EL HOMBRE QUE SE REENCONTRÓ
Henri Duvernois
Cántaro Rescates. 157 páginas.
De la astrología podríamos decir: es la ciencia que te permite saber todo lo que va a ocurrir sin que puedas hacer nada para evitarlo. Lo mismo la vejez. El viejo es el triste astrólogo retrospectivo de sí mismo: sabe todo lo que debió y todo lo que no debió hacer. Pero ya es tarde. Debilidad en sobredosis, demasiada estupidez y mucha arrogancia terminan de fraguar la alquimia nefasta. Tales las razones de la indestructibilidad de la tragedia.
Un hombre de cierta edad, harto de su presente, viaja al siglo anterior cuando todos éramos jóvenes (por así decir).
Es obvio que no se puede cambiar el pasado, ni siquiera viajando con la máquina del tiempo. Todo necesita una implacable cronología de evolución, y la madurez se alcanza cuando ya casi no vale la pena. Es como el drama de Ulises: “Volverás a Itaca, pero tarde y mal”.
Nuestro maduro señor descubre que en su familia están los peores extranjeros. Nadie lo escucha y su opinión carece de toda importancia. Les advierte de la ruina económica, de la guerra próxima, etc. Todo en vano: lo miran como a un iluminado chasco.
Lo que desencadena la tragedia para nuestro personaje, el viejo señor, es un incidente que tiene con Georgina, su joven amante. Porque una cosa es sospechar que uno es cornudo y otra muy distinta que telo enrostren, aun si no fue intencional. Porque mientras todo se mueva en el “creo que” uno puede (mediante un poderoso esfuerzo de voluntad) conservar sus otoñales ilusiones. Pero a las ilusiones se las come el sapo, sobre todo cuando uno es viejito. Viajar en la máquina del tiempo es una suerte de suicidio elegante, que nuestro amigo no duda en cometer. Sí, porque el affaire Georgina lo enfrenta con su condición de anciano tonto. Equivale a la pérdida de una guerra, a que a uno lo expulsen de Saigón con helicópteros y todo.
En las primeras páginas (y aún lejos de la hecatombe) el personaje se refiere a su “lindo pajarito” con ironía deliciosa: “No creo que Georgina sea interesada en el sentido craso del término. No creo tampoco que sea desinteresada. Se sonroja con mucha gracia cuando le pongo algunos billetes de banco en su cartera; aún así se va aferrándola con firmeza porque teme a los ladrones. Ella sería incapaz de entregarse por dinero pero también de entregarse a un pobre”. Para esta chica la pobreza es como la peste neumónica, que era mucho peor que la bubónica. El personaje está muy bien diseñado: “Cuando mi amante no habla de su cuerpo, de los alimentos elegidos que lo nutren, de los especialistas que lo masajean, suavizan y visten, entra en pánico: ‘¿Es verdad que el espíritu alemán es nocivo?’ o: ‘¿Es cierto que el comercio actual está en crisis? ’ Su angustia exige respuestas optimistas que yo no tardo en ofrendarle”.
Pero lo peor está en el pasado: no logra ayudar a nadie y, menos que menos, a sí mismo de joven: una mezcla de egoísmo brutal y obcecación hacen imposible todo cambio.
En esta novela Duvernois se muestra implacable consigo mismo. Es, ni más ni menos, una rendición de cuentas de su propia vida. La obra es de una sinceridad devastadora y me alegra haber tenido la oportunidad de leerla.
Alberto Laiseca